domingo, 22 de diciembre de 2013

Mi mano está mejor, fui hasta urgencias en autobús y volví a una hora razonable. Me chutaron varios calmantes porque cuando pasó el momento y pude darme cuenta de lo que había pasado de verdad el dolor llegó. Son los únicos momentos en los que soy consciente de la realidad en la que estoy. Esos en los que las sensaciones te hacen sentir una persona de verdad. Para eso me sirven los instintos más animales, así no me olvido de que no soy una especie de espectro etéreo dando vueltas sin sentido. Y más en este momento, cuando iba al instituto el intento de socialización era obligatorio en mayor o menor medida. Al menos me tiraba a gente, ahora no tengo ninguna clase de estímulo para entrar en contacto con la masa humana. Mis padres creyeron que sería una buena idea tener un año sabático antes de decidir a qué quería dedicarme. Sólo ha empezado y no tengo valor para decirles que no va a ser una buena idea. Pero me gusta esta comodidad. A veces veo a J, y es suficiente. Sólo voy a las manifestaciones o a los actos criminales de los activistas, pero porque me gustan los animales más que las personas que se aprovechan de ellos. 
Ahora estoy rellenando un par de pancartas, de rodillas en la acera de enfrente a mi casa. Una de las vecinas que volvía de hacer la compra me ha preguntado que qué hacía y se lo he explicado. No le ha debido sentar demasiado bien porque la he visto en invierno llevando abrigos de piel. Además es una mujer mayor e imagino que me contempla como una delincuente juvenil que utiliza esa causa para provocar destrozos en el mobiliario urbano y perjudicar a empresas decentes. Ha puesto cara de haber probado algo repugnante y me ha dicho que no derrame pintura cerca de su portal. Si no fuese porque en ese edificio viven más personas que no tienen nada que ver con el asunto habría derramado la lata por toda la entrada. No creo que puedas considerarte una mejor ciudadana que yo cuando llevas pieles de criaturas ejecutadas por cuestión de moda. Con eso soy radical. 
- ¿Eres tú, verdad? 
Levanto la cabeza y me encuentro frente a mí al tío que iba con su novia cuando ocurrió el incidente. Es bastante alto, no lo había visto bien, y tiene el pelo muy enmarañado. Son rizos libres, oscuros, me gustan. Y tiene esa mirada de los animales serenos, es curioso. 
- Intenté seguirte, pero tampoco quería que te agobiases. Me pareció mal dejar a alguien tirado en esa situación. 
- Habría pasado lo mismo si me hubieses acompañado, era una acción inútil. 
- Es lo mismo, yo no soy así. Me alegro de que estés bien, ¿Cuánto te queda por llevar eso?
- Unas dos semanas, pero es mi mano tonta. No hay ningún problema. 
- ¿Qué estás haciendo?
Se sienta a mi lado en la acera. La verdad es que no tengo ni la menos idea de qué hacer en este tipo de situaciones. Tengo el sensor social desactivado, cuando alguien me pregunta suelo responder, pero si se trata de mantener una conversación entramos en terrenos pantanosos. Se lo explico y lee los dos carteles que ya he pintado. 
- Me gusta eso de luchar por algo, pero siempre he creído que la gente de ese tipo busca broncas, o que les gusta emocionarse pegando gritos y creando problemas. 
- La vía pacífica es una ridiculez. La mayor parte de la gente no se entera de nada a no ser que llames la atención. Si me acercase a cualquiera intentando hablarle de lo que pasa en los mataderos de forma tranquila me mandarían a la mierda. Ya me ha pasado. 
- Pero tirando cubos de pintura a la gente o tirándote en la calle desnuda y con trozos de piel ensangrentada la gente va a pensar que estás chalada y tienes mucho tiempo libre. 
- Me vale con saber que no estoy de brazos cruzados si opino que algo es aberrante. Si alguien se para a escuchar aunque sólo sea durante un momento y porque le resulte curioso. 
Se queda callado un momento y lo veo sonreír. No creo que haya dicho algo que sea gracioso, pero como ya he dicho las reacciones son propias de cada uno. Es un juego de opciones misteriosas para mí. 
- Oye, me gustaría compensarte por lo que pasó. Mi ex novia fue una imbécil, pero yo no me comporto de esa manera. Me llamo Gabriel y me gustaría invitarte a tomar un café o algo así. 
- No sé, no es lo que suelo hacer. No te conozco de nada. 
- Me llamo Gabriel, vivo muy cerca de aquí, a dos calles. Estoy estudiando economía, es mi segundo año, y ahora estoy soltero. Será sólo un rato, una hora o dos, pero me haría sentirme mejor por eso. Es una gilipollez, pero no he parado de darle vueltas. 
Acabo dándole mi teléfono, que no es un método muy eficaz para contactar conmigo, porque siempre lo llevo en silencio. Más que nada lo hago porque pienso que se le olvidará y no tendrá que insistir más en esta conversación. Está empezando a perturbar mi tranquilidad, mi espacio de acción. Finalmente se levanta satisfecho y dispuesto a dejarme en paz. 
- Es bonito lo que escribes, ¿sabes? Dan ganas de pensar en ello, remueves algo. 
Y se va. Me quedo un momento pensando en lo que acaba de pasar. A lo mejor lo cojo si llama, aunque no confío en que lo haga. Bah, lo dejo pasar, es más sencillo de esa manera. Un reguero de agua cae sobre mi cabeza y un trozo de las pancartas desde un balcón. Entreveo una figura asomarse desde ahí arriba y retirarse rápidamente. Ahora soy yo la que sonríe, me pongo de pie y doy una patada leve a la lata de pintura abierta. Se extiende hacia la puerta, la guerra está servida. Es hora de volver a casa. 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Estoy tumbada de lado encima de unos hierbajos sanísimos, son tan altos que me cubren casi por completo. Tengo la oreja apoyada en la tierra resbaladiza y puedo escuchar como se mueven todos los bichos por debajo. Incluso puedo sentirlos haciendo vibrar el suelo por tramos insignificantes. Me gusta estar así, es el único momento en el que no estoy luchando contra las ganas de suicidarme o el vacío, alternativamente. Me quedo en blanco, o en verde por el entorno, es como si a un insomne le dejases dormir una noche a la semana ocho horas. Es la mejor terapia circunstancial, menos mal que mis padres no tienen dinero para llevarme a un psiquiatra, yo me trato por vía alternativa. Aunque el diazepam no estaba mal, ni los derivados de la morfina. Está atardeciendo y empieza a hacer fresco, antes de que anochezca las sensaciones son impecables. Luego tengo que cortar la postura, volver a saltar la valla y andar veinte minutos hasta llegar a casa. Pero no entro hasta que no sale mi madre con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a la policía, a urgencias o al depósito de cadáveres. Me pregunta que por qué siempre llego cubierta de barro, yo se lo explico detalladamente todos y cada uno de los días, pero parece que le resulta más razonable pensar que me tiro a gente desconocida en raves de lodo movedizo estilo granja salvaje o algo así.

- Esto es una mierda, me he rajado los pantalones.
A veces pasa, que otra gente tiene la misma idea que yo y decide colarse en la casa que lleva abandonada más de diez años donde he forzado mi refugio. El sitio no es mío, qué voy a hacer. Escucho los pasos, casi de forma obligada van a tener que acercarse al sitio donde me estoy escondiendo. Pero como ya he dicho las hierbas son tan altas que parezco el cuerpo de una adolescente a la que han violado, asesinado y descansa en un lugar tranquilo.
- No podemos hacer otra cosa ahora mismo, no está tan mal.
Noto como un pie aterriza con fuerza sobre la mano que tengo sobre el suelo, y no sólo se planta ahí, si no que me crujen los huesos cuando la persona en cuestión intenta retomar el equilibrio. Me doy la vuelta cuando se libera la presión, me coloco boca arriba y siento que voy a vomitar por el dolor. Tengo la forma de la zapatilla marcada por toda la palma.
- ¡Joder!
Ese chirrido agudo deduzco que pertenece a una correlativa en cuanto a órganos sexuales, pero estoy demasiado mareada como para comprobarlo. Me incorporo y entreveo a un tío y una tía mirándome con la boca abierta. Me levanto sin mirarlos, les doy la espalda y vomito los tres batidos de fresa que me he tomado antes de venir. No puedo pensar, sólo quiero irme. El tío me agarra desde detrás, mal asunto. El hecho de que alguien que no conozco me toque me hace perder la conciencia de mi yo civilizado.
- Lo siento mucho, dios, creo que te has, que mi novia te ha partido la mano. ¿Quieres que te acompañemos a urgencias?
- No sé por qué hemos tenido que venir a este sitio.
- Eso ahora no importa, Carolina, mírale la mano.
- Tampoco sé a quien se le ocurre tumbarse ahí en mitad, no tiene sentido.
La conversación es la que no tiene sentido, si sus charlas de pareja suelen ir por esos caminos terribles es que no hay buenos cerebros involucrados. No sé si es porque el chaval se está poniendo nervioso, pero me está apretando los brazos, y tiene las manos frías. Me aparto dando un empujón con el cuerpo.
- Vamos, tengo el coche aparcado en la calle de enfrente, no puedes irte así.
- No me subo en coches de gente. Adiós.
Me quito la camiseta como puedo y me vendo la mano, que ya ha alcanzado un tamaño que duplica el de su simétrica gemela. Salto desde la parte de la valla que está torcida y aterrizo de culo al otro lado. No les ha dado tiempo a decir nada, es la ventaja de vivir situaciones de este tipo, que la mayor parte de la gente es incapaz de reaccionar con efectividad. Siento que me caen unas lágrimas involuntarias, por la sensación de malestar generalizado. El dolor no significa nada, pero han jodido el atardecer.